CRÓNICA DE UN FRÍO PRIMIGENIO
Crónica de un frío primigenio

El 7 de septiembre de 1964, a las 15:15 horas, el planeta giraba entre guitarras eléctricas y el estruendo de bombarderos. Mientras Lennon y McCartney ensayaban acordes para “A Hard Day’s Night” y los cielos de Vietnam se teñían de napalm, en un hospital de Guadalajara yo luchaba por nacer entre fórceps oxidados y un silencio que anticipaba mi relación con el frío.
No hubo trompetas ni flores, solo el jadeo de mi madre —un sonido entrecortado que aún resuena en mis noches— y el chirrido metálico de unos instrumentos que parecían protestar por el trabajo extra.
La geografía del abandono
«Tu padre estaba en la peluquería», repetía mamá cada vez que contaba la historia. Él, con la calma de quien espera un tren, le sugirió tomar un taxi. «Y que lleves a los niños con tu madre primero».
La recuerdo describiendo ese viaje en autobús con mis hermanos aferrados a su falda, contagiándose de su pánico. El sudor le resbalaba por la nuca mientras las contracciones le dibujaban mapas de dolor en el vientre. Pero el verdadero frío llegó después: al ver escuchar a mi abuela decir no a acompañarla
En el quirófano, temblaba bajo la luz cruda de las lámparas. No era una petición, sino una rendición. En ese instante, su corazón comenzó a traicionarla.
El ritual de los metales
Nacer en 1964 era un acto de fe. Los fórceps que me arrastraron al mundo olían a hierro y alcohol barato. Cuando por fin salí, me depositaron en una báscula industrial —de esas que pesan sacos de frijol—. Ahí permanecí, olvidada, mientras mi piel se teñía de azul y el personal corría hacia mi madre, ahora víctima de un microinfarto.
La incubadora donde pasé mis primeros días era un ataúd de cristal. El calor artificial nunca logró derretir el hielo que se instaló en mis huesos. Mamá decía que lloraba distinto a mis hermanos: un quejido ronco, como de animal lastimado. «Parecías saber», susurraba mientras me envolvía en cobijas que nunca eran suficientes.


Astrología de una cicatriz
El día de mi nacimiento, Saturno en Acuario firmó mi destino con tinta helada: «Aprenderás a temblar». La Luna en Capricornio añadió: «Y no protestarás». Años después, una astróloga me diría que Mercurio retrógrado en mi carta explica por qué a veces hablo en código, como si las palabras también tuvieran escarcha.
Pero ningún planeta predijo la paradoja: que el mismo frío que me aísla sería mi lenguaje más honesto. Cuando me desconecto en medio de una reunión o rechazo un abrazo, no es desdén. Es la memoria de ese metal glacial bajo mi espalda recién nacida.
Termodinámica emocional
A los 40 años, durante una tormenta en Toronto, entendí la verdad. Tiritaba en una cafetería cuando una anciana eslava me entregó su taza de té: «El frío externo se cura —dijo—, el otro es compañero».
Hoy colecciono suéteres grotescos y me río de mi termostato interno averiado. El universo me negó el calor humano, pero me dio metáforas. Cuando escribo, las palabras frotan sus manos en mi pecho. Cuando amo, descongelo capas de silencio.
“Y en las noches, antes de dormir, aún escucho el crujido de aquellos fórceps. Ya no me asusta. Son mi recordatorio: hasta el hielo puede ser refugio cuando aprendes a habitarlo”.
Mo