“La tristeza que transforma”

La voz de la Tristeza

por Mô

Hay una tristeza que llega sin aviso, como un milagro incómodo, como un ángel descalzo que atraviesa el alma con sus pies llenos de barro. No es la tristeza que gime en las esquinas, ni la que se arrastra como un perro apaleado. Es la que irrumpe, sagrada y violenta, como un relámpago que parte en dos el árbol de la memoria y quema las raíces de los errores.

Esta tristeza es una serendipia del dolor, un hallazgo inesperado entre los surcos del camino, donde los olivos susurran secretos en una lengua antigua. No llora, implota. No se lamenta, estalla en silencio, llevándose consigo pedazos de uno mismo, como si cada lágrima fuera un pequeño entierro. Y cuando intentas narrarla, las palabras se vuelven tinta salada, manchando el papel con huellas de algo que ya no existe.

Es una tristeza que camina por la soledad acumulada, esa que se esconde bajo las alfombras, detrás de los espejos, en los cajones olvidados. No perdona excusas, no se deja engañar por artilugios ni discursos bien ensayados. Es un diálogo brutal con el espejo, un reconocerse ante el hijo cuyos ojos—tan parecidos a los tuyos—reflejan, sin querer, todas las heridas que no supiste evitar.

Y duele. Duele como el ardor de la cebolla cuando sus capas se desnudan una a una, revelando que bajo cada lágrima hay otra, y otra más, hasta llegar al centro vacío donde ya no hay palabras, solo sal. Sal que quema la lengua, que disuelve las máscaras, que convierte las justificaciones en polvo. Es el llanto que no avisa, el que surge como un río subterráneo y se escapa por las grietas del rostro, recorriendo las mismas arrugas que han marcado risas, mentiras, quejas y juicios.

Pero esta tristeza—con su luz infrarroja—no solo desnuda a quien la padece, sino que también revela las carencias de los otros. Los huecos. Esos espacios vacíos que todos llevamos dentro: la infancia rota, el amor que llegó tarde, el cuerpo que no se acepta, las ilusiones que se desvanecieron como humo. Y de pronto, comprendes. Comprendes que nadie hiere a propósito, que los gritos son ecos de viejas heridas, que las palabras duras son solo disfraces del miedo.

Entonces, en medio de la madrugada, cuando el cielo ya no es negro pero tampoco es azul, cuando el mundo parece suspendido entre dos alientos, algo cambia. La tristeza—esa visitante incómoda—se convierte en una bendición. Ya no es un peso, sino una llave. Una puerta hacia algo que no tiene nombre, pero que se parece mucho a la verdad.

Y así, entre lágrimas y silencio, comprendes que esta tristeza no vino a destruirte, sino a limpiarte. A dejarte lista para seguir viviendo, aunque ya nunca seas la misma.

Porque morir antes de morir—como despertar en la madrugada—es también una forma de renacer.